Durante algún tiempo, los domingos por la
tarde exactamente a las cinco, llegaba el predicador. Se ubicaba a la salida de
la estación Floresta del ferrocarril Sarmiento, en Venancio Flores y Bahía
Blanca. Desde la escalinata comenzaba a anunciar las Buenas Nuevas: “¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la
tierra entre los hombres que gozan de su favor”, de esta manera, con esta
cita bíblica, solía saludar a los que pasaban, a los que se detenían a
escucharlo, a los que se burlaban de él. El predicador seguía entregando su
mensaje como un ramillete de flores: “Ánimo,
hija, por tu fe has sido sanada…”, y narraba maravillosamente la historia
de la mujer de las hemorragias imparables que se curó al tocar la capa de Jesús.
Era un hombre moreno, de baja estatura, pero
su voz era la de un gigante. “Otra vez llegó el loco”, decían algunos vecinos,
pero vaya a saber por qué razón se quedaban a escucharlo.
“…Luego
tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados y, mirando al cielo, dio
gracias a Dios y los partió , los dio a los discípulos y ellos los repartieron
entre la gente. Todos comieron hasta quedar satisfechos…”. Y el milagro de
los panes y los peces inundaba las calles y se metía por las ventanas abiertas
de los que no se animaban a salir. Sus citas bíblicas se transformaban en
relatos que contenían milagros, promesas, buenos deseos.
Escuchado o aparentemente ignorado al
encuentro dominguero cada vez iba más gente, algunos dejaban pasar un tren y
otro para oírlo contar. Algunos vecinos sacaban bancos a la esquina y de a poco
ese ingreso y salida de la estación se fue convirtiendo en un auditorio.
Nunca se supo qué encontraban los oyentes en
el mensaje del predicador. Qué descubrían en esas palabras que se escapaban de
ese Libro de tapas negras gastadas y de hojas delgadas con bordes dorados.
Un domingo de primavera el predicador
estaba como iluminado, de su boca brotaban mensajes encendidos, el silencio
acompañaba el momento, sólo su voz en el aire y la caricia de la llegada de dos
trenes que en direcciones opuestas se detuvieron juntos en el momento exacto
en el que el predicador decía: “Pidan, y
Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá.
Porque el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama a la
puerta, se le abre”. Desde ambos andenes los pasajeros comenzaron a
descender y a rodear al predicador y entre todos los rostros, entre todas las
siluetas, se escuchó una voz que pidió: “dígalo todo de nuevo por favor”. Y el
decidor de las palabras en llamas repitió : “Pidan,
y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá…”.
De a poco, lentamente, los pasajeros siguieron
sus destinos, algunos hacia la avenida Rivadavia; otros, hacia la calle
Avellaneda; los vecinos guardaron sus sillas, y los burladores callaron.
Ese fue el último domingo que Floresta contó
con su presencia. Nadie conocía al predicador. Nadie le había
preguntado su nombre. Quizá, ya lo había dicho todo y debía visitar otros
lugares, tal vez regrese algún día y vuelva a hablar de milagros, promesas,
abundancias…
En una de las pocas paredes que quedaban
blanqueadas, sin escrituras futboleras, alguien escribió: “Volvé predicador, y
contanos de nuevo lo de aquel día que comieron todos…”.
Nadie
ha tachado el mensaje en años, no hubo lluvia capaz de borrarlo, y no
hay habitante de Floresta que no conozca la historia del predicador, ése, que entregaba
la Palabra
como un ramo de flores.
Vivi, nos invitás a viajar con el pensamiento. Que no se acaben tus cuentos. Gracias (Pope)
ResponderEliminarGracias Pope! Y sí, un cuento es un viaje!
EliminarHermoso relato y qué bello mensaje: aquel día en que fueron todos
ResponderEliminarGracias
Marta
Gracias Martita! Te entendí, claro, ojalá algún día coman todos!
EliminarQuise escribir el dia en que comieron todos
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