Desde muy chiquita quise tener mi escritorio, una mesa de estudio, pero en casa éramos siete, por lo tanto el cuarto era compartido con dos de mis hermanas. Tanto insistí que mamá me ofreció un lugar de la casa: un pequeño baño que nunca supe por qué no se usaba. Lo acepté. No hace falta que aclare cuál era el asiento. La vieja y amada máquina de coser de mi madre, con la tapa cerrada, fue mi escritorio. Yo estaba contenta. Por fin tenía mi lugar para hacer la tarea de la escuela, leer el Anteojito, las historietas de la pequeña Lulú, Mujercitas...
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