Decisiones por Vivi García
Aquella
tarde fui a visitar a mamá. Noté por primera vez, quizá por negadora, que mamá hablaba
incoherencias. Me llamó varias veces por el nombre de mi tía, de mi hermana
mayor, de una compañera que ella siempre citaba de su escuela primaria… Cuando
por preguntarle algo le dije: mamá: - ¿cuántos años tenés?, me dijo: - ciento
doce. No podía negar más la situación. La esperé a mi hermana Adriana, que era
el día en que ella también iba a verla, y té de por medio, hablamos con
términos que mi mamá no pudiera entender del todo, y tomamos decisiones. Mi hermana
iría a vivir a la casa de mamá con su perra. Por aquellos tiempos mami también
tenía un perro. Y yo iría todos los días a la casa, me quedaría hasta la hora
de la cena con mamá mientras mi hermana seguía con sus trabajos administrativos
y a la noche cuando Adriana regresara, después de comer juntas, yo volvería a mi
departamento de Floresta para que mis gatos no se sintieran tan solos
Fue un tiempo extraño, ocho años precisamente.
No solamente estábamos nosotras tres, sino que era muy común merendar o
desayunar con los tíos, con el abuelo, con alguna prima, todos habían partido
hacia tantos años, pero para Rosa, mi madre, estaban con nosotras. Por la tarde
mirábamos una novela que a mamá la entretenía y de vez en cuando estiraba el
brazo, me acariciaba la cabeza y me decía: - ¿en qué momento te salieron tantas
canas? Yo, me encogía de hombros para no explicar que yo ya era una señora
grande también. A veces me mandaba a buscar los huevos al gallinero y yo sacaba
de la heladera media docena de los que había comprado en el supermercado. Ella
me decía: - ya no ponen huevos como antes - y yo, le seguía la conversación. A
veces tejíamos, y siempre escuchaba sus
historias de personas que yo no había llegado a conocer, hasta que me empezaron
a resultar familiares. En aquellos mediodías mientras esperábamos el regreso de
mi hermana a la tarde temprano, almorzaba con mi madre y unos cuantos finados
más.
- Acercale la silla al tío, me decía.
-Servile nuevamente al abuelo que llegó cansado. A
todo decía que sí. Le sumaba un gesto de servir o un cambio de conversación o
simplemente hablábamos de lo mismo varias veces al día. Todo fluía entre mi
madre, mi hermana Adriana y yo. Los perros en el patio, mis gatos esperándome…
Pasaron
ocho años, mi madre murió a los noventa y cinco mientras dormía y ahí otra vez
fue tiempo de decisiones. Pusimos la casa de mamá en venta, mi hermana volvió a
su departamento de Liniers y yo volví a quedarme todo el día en mi casa de
Floresta con mis añosos gatos. Muchas
veces bromeamos por teléfono con mi hermana y ella me pregunta: - ¿Qué estás haciendo
Vivi? Y yo le digo: - acá estoy con el tío Sebastián, con mamá, con la tía
Narda… Se mata de risa mi hermana. Esos ocho años fueron raros, fueron de
encuentros, aún con aquellas personas que por cuestiones temporales no llegamos
a conocer de la manera que mamá las conoció. Y cuando termino la llamada, acaricio a mis gatos y comienzo a añorar la
caricia de mamá diciéndome:
-
¿en qué momento te salieron tantas
canas, Vivi?
Hermoso
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