“Próxima
estación, Piedras…”
por Vivi García
Subí en la estación San Pedrito de la Línea
A de subterráneos. Él subió en San José de Flores. Atractivo. Muy atractivo.
Anteojos coloridos como los que me gustan a mí. Yo estaba sentada. Él viajaba parado. Con una
mano se tomaba del pasamano y con la otra sostenía un libro. Nada más sexy que
un señor leyendo ¡y con anteojos! (bueno, eso creo yo). Y en ese preciso
momento se despertó una histórica obsesión en mí: querer saber qué leen los que
leen. El viaje avanzaba. Ya habíamos pasado Congreso. Mi cabeza giraba cual
lechuza para poder leer la tapa. Cuando mi compulsión fue indomable, arrojé la
Sube al suelo cerca de sus pies como para al ir a tomarla y poder leer el
título del libro. Bajamos en la misma estación, Piedras.
Al día siguiente tomé el té con mi tía Elsa,
que con sus noventa pasados sigue preocupada por mi falta de pareja (me duran poco tiempo, es verdad, y ella no comprende la razón, ya que, según sus palabras “¡soy una señora
tan agradable!”). Cuando íbamos por la tercera de taza de té negro con limón y
jengibre comencé a contarle el episodio del subte. A ella le encanta que le
cuente sucedidos. Le dije que al bajar del subte el lector de lentes colorinche
me invitó a tomar un café para seguir hablando de literatura, de nosotros, de
la vida… (las dos palabras que cruzamos en el andén pusieron en evidencia que
éramos almas gemelas ). Fuimos al Tortoni (milagrosamente en el notable café no
había cola). Después de charlar arreglamos para hacer una visita guiada al
Colón durante el fin de semana, también al palacio Barolo, y a Cátulo tango… Cuando
le dije a mi tía que parecía un hombre muy culto e interesante, le brillaron los ojos como si me rogara “esta
vez cuidalo, querida, por favor, ¡cuidalo!”. Veinte minutos después, mientras
servía la cuarta taza, dijo eufóricamente:
-
¡Qué suerte tuviste, dar con alguien tan afín a vos! Seguro que con
este muchacho durás…
El
verbo durar no me gustó nada. ¡Si supiera lo bien que me llevo conmigo! Pero la
vi tan feliz con la ilusión que le hacía la idea de que su sobrina estuviese bien acompañada, que no
la contradije en absoluto.
Conociéndola a Elsa, y sabiendo cuánto me quiere, suelo contarle cosas
con finales rosados.
Volviendo al rescate de mi tarjeta Sube, pude, desde el piso, leer el título del libro:
“Reglamento de voley”. ¡Sentí ganas de sacar el libro de mi cartera y
regalárselo!
Es
cierto que ambos bajamos en la estación Piedras (en eso no le mentí a Elsa),
pero cada uno en dirección opuestas.